Si algo define al sistema de vida contemporáneo es la verticalidad, una forma de organizarse basada en el acoplamiento vertical de pisos que almacenan vidas profundamente separadas por un planteamiento urbanístico y una cultura individualista. Esa cultura que enseñó a las generaciones boomer y X que el individualismo era símbolo de libertad y éxito, y que las generaciones jóvenes hemos heredado, no solo en la forma de proyectos urbanísticos sino también en nuestra manera de (no) convivir.
No siempre fue así, solo hace falta indagar en las historias de nuestras madres y abuelas para encontrar en ellas la añoranza de las vidas horizontales de antes, esas de las barriadas de casas bajas. Mi abuela vivía en una de ellas, en Huelva, una zona humilde en la que mi abuelo y ella trabajaban a destajo para mantener su pequeña panadería y que hacía las veces de espacio de comadreo, escuchando las historias de las vecinas que iban a comprar el pan. “Entre nosotras no nos ocultábamos nada, sabíamos lo que sufría cada una en su casa” me dice, en una especie de sororidad cotidiana, un lugar seguro que les permitía estar pendientes las unas de las otras, “no íbamos a bares a contarnos lo que ocurría” relata, lo hablaban en las calles, en los negocios, en las casas y los patios. Me conmueve esa naturalidad, tan diferente a las jóvenes de hoy, que programamos entre nuestra jornada un momento cada semana para tomar una cerveza con una amiga en alguna franquicia que nos pille a menos de media hora en metro a cada una.
Me cuenta con morriña la vida onubense de las puertas abiertas, las calles como espacios de juego y de crianza compartida y las plazas como lugar de encuentro de los payos y gitanos de la barriada, aún se le iluminan los ojos recordando los cantes gitanos de la barriada en navidad. Su forma de relatarlo nos acerca a un momento en el que vivir horizontalmente era, esencialmente, cultural, una forma de ser, de compartir, “si venían las amigas de tu madre y de tu tía yo le echaba más agua o pan duro al puchero y avisaba a las madres que el día siguiente les diesen algo con más… vitaminas” me cuenta, en aquél momento no había más, pero no compartían lo que sobraba, compartían lo que tenían aunque fuese poco.
Sin embargo, a menos de una hora, en Triana, ya se empezaban a fraguar los cimientos del vivir vertical que iban a empezar a quebrar las bases de la colectividad, ya que la especulación urbanística estaba expulsando a las comunidades de gitanos de las corralas y los había amontonado en el atentado urbanístico que entonces llamaron las 3000 viviendas.
En 2023, cuando decidí irme a vivir al piso número 13 de un bloque de hormigón en Madrid, me percaté demasiado rápido que el vivir vertical lo había arrasado todo, las vidas se almacenan en bloques de alquiler, sin más espacio común con los otros vecinos que un silencio incómodo en el ascensor. Cuando llegué pregunté por la azotea, un lugar que en tiempos anteriores me había servido de terraza compartida cuando vivía en Sevilla, pero me comentaron que la tienen cerrada para evitar suicidios, una señal de que este vivir vertical no es progreso, resuena en mi cabeza las palabras de mi abuela, “la gente anda triste, sola”. Qué paradójico cerrar un espacio compartido de vecinos, una ventana a la vida de otras mujeres, un espacio seguro y de escucha entre nosotras que no encontramos en las panaderías de franquicia del final de mi calle.
Me obsesiona la idea de reconstruir un poco de horizontalidad en este frívolo sistema vertical, porque esos espacios colectivos en tiempos de soledad son un abrigo para el alma que ya nos enseñaban nuestras antepasadas.